José Francisco Cardenal Robles Ortega
Arzobispo de Guadalajara,
07 de Febrero, 2012
Estimados hermanos en el episcopado, queridos sacerdotes y diáconos, religiosos y laicos, hermanos todos en el Señor:
Vuelvo a mi tierra, Jalisco, como enviado y servidor. El envío está en la naturaleza del ministerio sacerdotal y episcopal, y en la base de la vida cristiana; y el servicio es la esencia de la misión y de la vocación cristiana. Eso quiero ser ante ustedes, un enviado y un servidor.
Vengo confiado en el auxilio de Dios. El Espíritu del Señor está sobre mí. Está sobre mí y sobre todos nosotros. Cada uno puede apropiarse esta frase de la liturgia de hoy. La Iglesia, donde quiera que esté, sabe que cuenta con esta asistencia del Espíritu Santo, que es el Espíritu de amor.
Como decía el texto de Isaías que acabamos de leer, tengo conciencia de que hoy, aquí, como cuando comencé mi ministerio episcopal, el Espíritu de Dios está sobre mí. La unción que recibí me compromete ante Dios y ante mis hermanos para ser pregonero de la gracia, consuelo de Buena Nueva. El Espíritu Santo está aquí, sosteniendo e impulsando a su Iglesia. Él la santifica y fortalece el vínculo del amor que la vivifica. En Él reposa nuestra confianza y en Él se renueva nuestro compromiso de seguimiento amoroso de Cristo.
La liturgia de hoy nos presenta a Cristo como modelo del Buen Pastor, que da su vida por las ovejas. Yo quisiera imitar ese supremo testimonio del Maestro, y ser para ustedes un pastor que les presentase siempre el bien y la verdad, con sinceridad, con honestidad. Quiero ser un pastor cercano, aunque me toque guiar una arquidiócesis muy grande; quiero ser un pastor que refleje el buen olor de Cristo en el ministerio y en el magisterio. Le pido a Dios, por intercesión de la Santísima Virgen de Zapopán que me conceda esa gracia, y les pido a ustedes que me sostengan con su oración y su ofrecimiento.
Vuelvo con ilusión a la tierra que me vio nacer. Dejo atrás la experiencia de una maravillosa comunidad cristiana, la de Monterrey, muy comprometida en la vivencia de su fe y muy bendecida por Dios, para ponerme como servidor de los hijos de Dios que peregrinan en esta Iglesia de Guadalajara.
Este acto que estamos viviendo no es un mero acto protocolario, no es un simple traspaso de poderes. Es por el contrario un acontecimiento de Gracia; la fe nos muestra que, detrás de nuestro encuentro de hoy, de esta toma de posesión, se hace presente la tradición de la Iglesia apoyada en una historia que nos remonta a la entrega de poderes de Cristo a sus apóstoles para enseñar, guiar y santificar al Pueblo de Dios. La sucesión apostólica, la prometida asistencia del Espíritu Santo, la presencia de Cristo que nunca faltará a su Iglesia, la unicidad, la santidad y la universalidad del Cuerpo Místico; todo ese rico legado recibido de Cristo se hace presente hoy aquí, en este acto. El mismo Señor está presente entre nosotros y nos llama, una vez más, a vivir el mandamiento del amor con todas sus consecuencias.
Es ese amor el que sigue guiando nuestras almas, nuestros pensamientos, nuestras decisiones, nuestros actos, y nos sigue llamando a construir la Iglesia y a edificar el Reino de Dios en nuestras vidas.
Desde ese amor y por ese amor, queremos reavivar el don, estrechar la comunión e intensificar la misión.
1. Reavivar el don
Nuestra conciencia cristiana nos hace valorar el tesoro de verdad que la Iglesia ha recibido como revelación de Cristo, el Hijo de Dios. Lo más grande que tenemos en la Iglesia no es nuestro, no es algo que hayamos construido; sino un don, un regalo de Dios. Y eso nos debe llevar a desterrar el orgullo y a reconocer con gratitud y responsabilidad que, en nuestra Iglesia, a pesar de todos los defectos humanos que hay en ella, siguen presentes la Verdad y la Gracia de Cristo. A pesar de las heridas, por las venas de la Iglesia sigue corriendo la vida divina.
El Reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza. No podemos “merecer” el cielo con nuestras obras. Éste es siempre más de lo que merecemos, del mismo modo que ser amados nunca es algo “merecido”, sino siempre un don . Al ser un don absolutamente gratuito de Dios, irrumpe en nuestra vida como algo que no es debido, que trasciende toda ley de justicia. Por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar. Nos precede en nuestra propia alma como signo de la presencia de Dios en nosotros y de sus expectativas para con nosotros .
La Iglesia es don. Su vida, su palabra, su guía, sus sacramentos, su fe, su caridad, su esperanza, su oración, su apostolado, su misión, su santidad, su estructura fundante; todo son dones de Dios en ella, regalos no merecidos que recibimos en el trascurso de nuestro seguimiento de Cristo, desde el Bautismo hasta la vida eterna.
Pero de nada sirve el haber recibido estos regalos de Dios que encontramos en la Iglesia si no nos apropiamos de esos dones, si no los hacemos nuestros. Por ello hay que vivir en la verdad y en la gracia. Tenemos que ser una Iglesia que se acerque con veneración a la palabra de Dios, que la acoja y la viva generosamente, y que se alimente fervorosamente de los sacramentos, de la fe, de la oración; que busque la santidad como respuesta a ese don, y que sea testimonio en el mundo. Solo de ese modo podremos hacer vida en nosotros el don que Dios pone a nuestro alcance.
Como decía la liturgia de hoy, Jesucristo ha venido para que tengamos vida, y vida en abundancia , y nos ha llamado a dar mucho fruto . Reavivar el don recibido es volver de nuevo a Jesucristo y de ahí surgen nueva vida y nuevos frutos.
2. Estrechar los vínculos de comunión
La Iglesia de Cristo, además de don, es comunión. El concepto de comunión está “en el corazón del autoconocimiento de la Iglesia” , en cuanto misterio de la unión personal de cada hombre con la Trinidad divina y con los otros hombres, iniciada por la fe , y orientada a la plenitud escatológica en la Iglesia celeste, aun siendo ya una realidad incoada en la Iglesia sobre la tierra .
En la Iglesia Católica, el término comunión se considera específicamente como el “misterio de la unión personal de cada hombre con la Trinidad divina y con los otros hombres” , y se valora como un don de Dios.
La comunión implica siempre una doble dimensión: vertical: comunión con Dios; y horizontal: comunión entre los hombres. Es esencial a la visión cristiana de la comunión reconocerla ante todo como don de Dios, como fruto de la iniciativa divina cumplida en el misterio pascual. La nueva relación entre el hombre y Dios, establecida en Cristo y comunicada en los sacramentos, se extiende también a una nueva relación de los hombres entre sí . Por ello, el primer esfuerzo para fortalecer la comunión es pedírselo a Dios con humildad.
La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás hombres y mujeres a los que Él se une. La comunión nos hace salir de nosotros mismos para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos “un cuerpo”, aunados en una única existencia . La pertenencia a Cristo nunca puede ser individual, sino en la unión con todos los que son de Cristo o lo serán. No es cada uno que se une a Cristo, sino un cuerpo de miembros que vive unido a su cabeza, un conjunto orgánico, una comunidad de creyentes, una familia de hermanos. Por eso, la comunión nos hace sentirnos parte de un cuerpo, de la Iglesia, y aceptar su enseñanza, su jerarquía, su vida.
La relación con Dios se establece a través de la comunión con Jesús, pues solos y únicamente con nuestras fuerzas no la podemos alcanzar. En cambio, la relación con Jesús es una relación con Aquel que se entregó a sí mismo en rescate por todos nosotros . Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser para todos, hace que Él sea nuestro modo de ser. Esta comunión con Cristo, nos compromete en favor de los demás, pero sólo estando en comunión con Él podemos realmente llegar a ser para los demás, para todos . Por ello, la comunión nos lleva a una exigencia continua en la vivencia de la caridad, a amar a nuestros hermanos como Dios nos ama.
3. Intensificar la misión permanente
La comunión nos conduce necesariamente a la misión, ya que el deseo de participar a los demás esa unión personal con la Trinidad es como el detonante de la misión. El cristiano vive la misión con el anhelo de compartir un don del que llena su vida.
La misión, para el cristiano, es un compromiso interior con los demás y con el mundo en el que vive. Es una llamada de Cristo a colaborar con Él en la salvación del mundo, en la edificación del Reino de Cristo , en la construcción de la civilización del amor.
La misión de la Iglesia es, en definitiva, anunciar a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, con la certeza de que Él es el Salvador, y con la esperanza de que todo lo que nos ha prometido se realizará en la vida eterna. Pero, al mismo tiempo, esas certezas sobrenaturales nos llevan a un compromiso pleno con nuestros hermanos, con las sociedades donde vivimos, para servir siempre, sin protagonismos, porque el único protagonismo válido es de Dios.
Misión es también presentar a la Iglesia ante el mundo como Sacramento Universal de Salvación.
A la Iglesia se le llama sacramento porque es signo e instru-mento, mediante el cual el Espíritu Santo distribuye la gracia de Cristo en el mundo. La Iglesia contiene y comunica la gracia invisi-ble que ella significa. Y, como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo; es asumida por Cristo como instrumento de redención universal, sacramento universal de salvación, a través del cual Cris-to manifiesta y realiza el misterio del amor de Dios al hombre; es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad que quiere que todo el género humano forme un único Pueblo de Dios , se una en un único Cuerpo de Cristo , se edifique conjuntamente en un único templo del Espíritu Santo . No podemos perder nunca este sentido sobrenatural, sacramental, de nuestra misión.
Por ello, la Iglesia cumple su misión cuando se presenta en su identidad plena, como cuerpo de Cristo, como hombres y mujeres que viven en unión con Dios y entre ellos mismos, que se alimentan de la fe, de la esperanza y de la caridad.
Cada cristiano siente dentro de sí el peso del mandato apostólico, y se da cuenta de que no puede separar su propia salvación del empeño por buscar la de los otros, sus hermanos, y así se preocupa continuamente por poner el mensaje de que es depositario en la circulación de la vida humana .
El Evangelio es luz, es novedad, es energía, es renacimiento, es salvación. Por eso engendra y distingue una forma de vida nueva, de la cual el Nuevo Testamento nos da continuas y admirables lecciones: “No se conformen a este siglo, sino transfórmense por la renovación de la mente, para procurar conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta” .
El Evangelio conoce y denuncia, compadece y cura las humanas miserias, con penetrante y a veces desgarradora sinceridad, pero no cede a la ilusión de la bondad natural del hombre como si se bastase y no necesitase ninguna otra cosa, sino ser dejado libre para abandonarse arbitrariamente. Tampoco se somete a la desesperada resignación de la corrupción incurable de la humana naturaleza . No, el Evangelio nos enseña que el ser humano no se basta a sí mismo y necesita de Dios, pero también nos muestra que cada uno puede superar la condición de pecador y alzarse al plano de la gracia. Esas convicciones ponen en marcha a cada cristiano para propagar una civilización del amor basada en Cristo, y esa es la motivación del esfuerzo que, como arquidiócesis, tenemos que afrontar en el diálogo con el mundo de hoy, con la cultura, con la sociedad, con la ciencia.
Tenemos ante nosotros un reto muy importante que nos debe hacer reflexionar y llevarnos a una profunda renovación. En la evolución social que estamos viviendo, nos encontramos, como Iglesia, ante la disyuntiva de quedarnos recluidos en una especie de “gueto” cultural o abrirnos al mundo de hoy, a las necesidades de nuestros hermanos, a sus inquietudes. Podemos elegir entre cerrarnos en nosotros mismos o abrirnos al diálogo evangelizador. Pero el cristiano no puede ser alguien que solamente se conforme con conservar lo que tiene. En su corazón tiene que resonar con fuerza ese mandato final del Evangelio: vayan y hagan discípulos míos a todas las gentes, bautizándolos y enseñándoles a vivir todo lo que hemos recibido de Cristo .
Por eso, la Iglesia de Dios que peregrina en Guadalajara no puede cerrarse en sí misma y vivir en una arritmia cultural, ajena al desarrollo de la cultura y de la sociedad. No, nuestra Iglesia tiene que ejercitarse en el diálogo, siguiendo el ejemplo de Cristo. El diálogo es para la Iglesia, en palabras de Su Santidad el Papa PABLO VI, un modo de ejercitar la misión apostólica y un arte de comunicación espiritual .
Efectivamente, no se trata de establecer un diálogo cualquiera, una charla insustancial o un simple intercambio aséptico de opiniones, sino un diálogo orientado al compromiso conjunto por edificar un mundo mejor, más humano, más justo.
Para ello, este diálogo tiene que ser ante todo claro. El diálogo supone y exige la inteligibilidad; es un intercambio de pensamiento, una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre; y esta exigencia inicial nos tiene que llevar a revisar todas las formas de nuestro lenguaje, para ver si es comprensible, si realmente llega a todos.
Nuestro diálogo siempre debe ser humilde y desde el amor. No es la falsa humildad del que siempre quiere caer bien a toda costa y por ello está dispuesto a ceder con tal de ganarse el beneplácito de los demás, aunque quede comprometida la verdad; sino la humildad a la que Cristo nos exhortó pidiéndonos aprender de Sí mismo: “Aprendan de Mí que soy manso y humilde de corazón” . Es la humildad del servicio; es el diálogo de quien quiere servir al bien y a la verdad con su aportación, y por eso dialoga, sin perder de vista que dialogar es caminar juntos en el respeto mutuo. La autoridad del diálogo es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; por eso huye de la manipulación, del orgullo, de la situación de ventaja. Tenemos que dialogar desde el bien y la verdad objetivos, con el amor como camino y como vehículo de nuestras ideas, de nuestras convicciones.
Hay que afrontar este diálogo con confianza, una confianza doble: en el valor de la propia palabra, siempre y cuando esté guiada por la verdad, y en la disposición para acogerla por parte del interlocutor. El diálogo tiene que ser confiado para promover la familiaridad y la amistad entre todos los seres humanos, hijos del mismo Dios. Es un diálogo que entrelaza los espíritus en la adhesión a un Bien que se sitúa por encima de todo fin egoísta.
También, el diálogo que quiere afrontar nuestra Iglesia, debe contar con la prudencia que tiene muy en cuenta las condiciones sicológicas v morales del que oye ; y se esfuerza por conocer su sensibilidad, y por adaptarse razonablemente y modificar las formas de la propia presentación para no resultarle molesto o incomprensible . No se trata de imponernos en nombre de Dios, sino de convencer con nuestro testimonio y nuestro esfuerzo continuo por acercarnos realmente a los demás.
El diálogo de la Iglesia es un diálogo de convicciones y de motivaciones, para llegar a un compromiso común por el bien y la verdad, donde quiera que se presenten.
En este diálogo, los cristianos, en el contexto de nuestros conocimientos y experiencias, también tenemos que aprender de nuevo en qué consiste realmente nuestra esperanza, qué tenemos que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo que no podemos ofrecerle . Hay que renovar la conciencia de nuestra identidad como católicos: ¿qué somos?, ¿qué podemos aportar?, ¿qué recibimos de Dios?, ¿qué tenemos que purificar?
La Iglesia de Dios que peregrina en Guadalajara lleva muchos años de fecundo camino evangelizador basado en una oración profunda, confiada, de alabanza y petición humilde. Ahora nos toca una nueva etapa en ese peregrinar, y solo será fructífera si, desde ahora, ponemos a Jesucristo en el centro y la vivimos unidos a Él . Como nos dice la liturgia de la Palabra: Él es la puerta de las ovejas. Quien entra por Él, estará a salvo.
In nomine Christi, Amen.
Vuelvo a mi tierra, Jalisco, como enviado y servidor. El envío está en la naturaleza del ministerio sacerdotal y episcopal, y en la base de la vida cristiana; y el servicio es la esencia de la misión y de la vocación cristiana. Eso quiero ser ante ustedes, un enviado y un servidor.
Vengo confiado en el auxilio de Dios. El Espíritu del Señor está sobre mí. Está sobre mí y sobre todos nosotros. Cada uno puede apropiarse esta frase de la liturgia de hoy. La Iglesia, donde quiera que esté, sabe que cuenta con esta asistencia del Espíritu Santo, que es el Espíritu de amor.
Como decía el texto de Isaías que acabamos de leer, tengo conciencia de que hoy, aquí, como cuando comencé mi ministerio episcopal, el Espíritu de Dios está sobre mí. La unción que recibí me compromete ante Dios y ante mis hermanos para ser pregonero de la gracia, consuelo de Buena Nueva. El Espíritu Santo está aquí, sosteniendo e impulsando a su Iglesia. Él la santifica y fortalece el vínculo del amor que la vivifica. En Él reposa nuestra confianza y en Él se renueva nuestro compromiso de seguimiento amoroso de Cristo.
La liturgia de hoy nos presenta a Cristo como modelo del Buen Pastor, que da su vida por las ovejas. Yo quisiera imitar ese supremo testimonio del Maestro, y ser para ustedes un pastor que les presentase siempre el bien y la verdad, con sinceridad, con honestidad. Quiero ser un pastor cercano, aunque me toque guiar una arquidiócesis muy grande; quiero ser un pastor que refleje el buen olor de Cristo en el ministerio y en el magisterio. Le pido a Dios, por intercesión de la Santísima Virgen de Zapopán que me conceda esa gracia, y les pido a ustedes que me sostengan con su oración y su ofrecimiento.
Vuelvo con ilusión a la tierra que me vio nacer. Dejo atrás la experiencia de una maravillosa comunidad cristiana, la de Monterrey, muy comprometida en la vivencia de su fe y muy bendecida por Dios, para ponerme como servidor de los hijos de Dios que peregrinan en esta Iglesia de Guadalajara.
Este acto que estamos viviendo no es un mero acto protocolario, no es un simple traspaso de poderes. Es por el contrario un acontecimiento de Gracia; la fe nos muestra que, detrás de nuestro encuentro de hoy, de esta toma de posesión, se hace presente la tradición de la Iglesia apoyada en una historia que nos remonta a la entrega de poderes de Cristo a sus apóstoles para enseñar, guiar y santificar al Pueblo de Dios. La sucesión apostólica, la prometida asistencia del Espíritu Santo, la presencia de Cristo que nunca faltará a su Iglesia, la unicidad, la santidad y la universalidad del Cuerpo Místico; todo ese rico legado recibido de Cristo se hace presente hoy aquí, en este acto. El mismo Señor está presente entre nosotros y nos llama, una vez más, a vivir el mandamiento del amor con todas sus consecuencias.
Es ese amor el que sigue guiando nuestras almas, nuestros pensamientos, nuestras decisiones, nuestros actos, y nos sigue llamando a construir la Iglesia y a edificar el Reino de Dios en nuestras vidas.
Desde ese amor y por ese amor, queremos reavivar el don, estrechar la comunión e intensificar la misión.
1. Reavivar el don
Nuestra conciencia cristiana nos hace valorar el tesoro de verdad que la Iglesia ha recibido como revelación de Cristo, el Hijo de Dios. Lo más grande que tenemos en la Iglesia no es nuestro, no es algo que hayamos construido; sino un don, un regalo de Dios. Y eso nos debe llevar a desterrar el orgullo y a reconocer con gratitud y responsabilidad que, en nuestra Iglesia, a pesar de todos los defectos humanos que hay en ella, siguen presentes la Verdad y la Gracia de Cristo. A pesar de las heridas, por las venas de la Iglesia sigue corriendo la vida divina.
El Reino de Dios es un don, y precisamente por eso es grande y hermoso, y constituye la respuesta a la esperanza. No podemos “merecer” el cielo con nuestras obras. Éste es siempre más de lo que merecemos, del mismo modo que ser amados nunca es algo “merecido”, sino siempre un don . Al ser un don absolutamente gratuito de Dios, irrumpe en nuestra vida como algo que no es debido, que trasciende toda ley de justicia. Por su naturaleza, el don supera el mérito, su norma es sobreabundar. Nos precede en nuestra propia alma como signo de la presencia de Dios en nosotros y de sus expectativas para con nosotros .
La Iglesia es don. Su vida, su palabra, su guía, sus sacramentos, su fe, su caridad, su esperanza, su oración, su apostolado, su misión, su santidad, su estructura fundante; todo son dones de Dios en ella, regalos no merecidos que recibimos en el trascurso de nuestro seguimiento de Cristo, desde el Bautismo hasta la vida eterna.
Pero de nada sirve el haber recibido estos regalos de Dios que encontramos en la Iglesia si no nos apropiamos de esos dones, si no los hacemos nuestros. Por ello hay que vivir en la verdad y en la gracia. Tenemos que ser una Iglesia que se acerque con veneración a la palabra de Dios, que la acoja y la viva generosamente, y que se alimente fervorosamente de los sacramentos, de la fe, de la oración; que busque la santidad como respuesta a ese don, y que sea testimonio en el mundo. Solo de ese modo podremos hacer vida en nosotros el don que Dios pone a nuestro alcance.
Como decía la liturgia de hoy, Jesucristo ha venido para que tengamos vida, y vida en abundancia , y nos ha llamado a dar mucho fruto . Reavivar el don recibido es volver de nuevo a Jesucristo y de ahí surgen nueva vida y nuevos frutos.
2. Estrechar los vínculos de comunión
La Iglesia de Cristo, además de don, es comunión. El concepto de comunión está “en el corazón del autoconocimiento de la Iglesia” , en cuanto misterio de la unión personal de cada hombre con la Trinidad divina y con los otros hombres, iniciada por la fe , y orientada a la plenitud escatológica en la Iglesia celeste, aun siendo ya una realidad incoada en la Iglesia sobre la tierra .
En la Iglesia Católica, el término comunión se considera específicamente como el “misterio de la unión personal de cada hombre con la Trinidad divina y con los otros hombres” , y se valora como un don de Dios.
La comunión implica siempre una doble dimensión: vertical: comunión con Dios; y horizontal: comunión entre los hombres. Es esencial a la visión cristiana de la comunión reconocerla ante todo como don de Dios, como fruto de la iniciativa divina cumplida en el misterio pascual. La nueva relación entre el hombre y Dios, establecida en Cristo y comunicada en los sacramentos, se extiende también a una nueva relación de los hombres entre sí . Por ello, el primer esfuerzo para fortalecer la comunión es pedírselo a Dios con humildad.
La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás hombres y mujeres a los que Él se une. La comunión nos hace salir de nosotros mismos para ir hacia Él, y por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos “un cuerpo”, aunados en una única existencia . La pertenencia a Cristo nunca puede ser individual, sino en la unión con todos los que son de Cristo o lo serán. No es cada uno que se une a Cristo, sino un cuerpo de miembros que vive unido a su cabeza, un conjunto orgánico, una comunidad de creyentes, una familia de hermanos. Por eso, la comunión nos hace sentirnos parte de un cuerpo, de la Iglesia, y aceptar su enseñanza, su jerarquía, su vida.
La relación con Dios se establece a través de la comunión con Jesús, pues solos y únicamente con nuestras fuerzas no la podemos alcanzar. En cambio, la relación con Jesús es una relación con Aquel que se entregó a sí mismo en rescate por todos nosotros . Estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser para todos, hace que Él sea nuestro modo de ser. Esta comunión con Cristo, nos compromete en favor de los demás, pero sólo estando en comunión con Él podemos realmente llegar a ser para los demás, para todos . Por ello, la comunión nos lleva a una exigencia continua en la vivencia de la caridad, a amar a nuestros hermanos como Dios nos ama.
3. Intensificar la misión permanente
La comunión nos conduce necesariamente a la misión, ya que el deseo de participar a los demás esa unión personal con la Trinidad es como el detonante de la misión. El cristiano vive la misión con el anhelo de compartir un don del que llena su vida.
La misión, para el cristiano, es un compromiso interior con los demás y con el mundo en el que vive. Es una llamada de Cristo a colaborar con Él en la salvación del mundo, en la edificación del Reino de Cristo , en la construcción de la civilización del amor.
La misión de la Iglesia es, en definitiva, anunciar a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, con la certeza de que Él es el Salvador, y con la esperanza de que todo lo que nos ha prometido se realizará en la vida eterna. Pero, al mismo tiempo, esas certezas sobrenaturales nos llevan a un compromiso pleno con nuestros hermanos, con las sociedades donde vivimos, para servir siempre, sin protagonismos, porque el único protagonismo válido es de Dios.
Misión es también presentar a la Iglesia ante el mundo como Sacramento Universal de Salvación.
A la Iglesia se le llama sacramento porque es signo e instru-mento, mediante el cual el Espíritu Santo distribuye la gracia de Cristo en el mundo. La Iglesia contiene y comunica la gracia invisi-ble que ella significa. Y, como sacramento, la Iglesia es instrumento de Cristo; es asumida por Cristo como instrumento de redención universal, sacramento universal de salvación, a través del cual Cris-to manifiesta y realiza el misterio del amor de Dios al hombre; es el proyecto visible del amor de Dios hacia la humanidad que quiere que todo el género humano forme un único Pueblo de Dios , se una en un único Cuerpo de Cristo , se edifique conjuntamente en un único templo del Espíritu Santo . No podemos perder nunca este sentido sobrenatural, sacramental, de nuestra misión.
Por ello, la Iglesia cumple su misión cuando se presenta en su identidad plena, como cuerpo de Cristo, como hombres y mujeres que viven en unión con Dios y entre ellos mismos, que se alimentan de la fe, de la esperanza y de la caridad.
Cada cristiano siente dentro de sí el peso del mandato apostólico, y se da cuenta de que no puede separar su propia salvación del empeño por buscar la de los otros, sus hermanos, y así se preocupa continuamente por poner el mensaje de que es depositario en la circulación de la vida humana .
El Evangelio es luz, es novedad, es energía, es renacimiento, es salvación. Por eso engendra y distingue una forma de vida nueva, de la cual el Nuevo Testamento nos da continuas y admirables lecciones: “No se conformen a este siglo, sino transfórmense por la renovación de la mente, para procurar conocer cuál es la voluntad de Dios, buena, grata y perfecta” .
El Evangelio conoce y denuncia, compadece y cura las humanas miserias, con penetrante y a veces desgarradora sinceridad, pero no cede a la ilusión de la bondad natural del hombre como si se bastase y no necesitase ninguna otra cosa, sino ser dejado libre para abandonarse arbitrariamente. Tampoco se somete a la desesperada resignación de la corrupción incurable de la humana naturaleza . No, el Evangelio nos enseña que el ser humano no se basta a sí mismo y necesita de Dios, pero también nos muestra que cada uno puede superar la condición de pecador y alzarse al plano de la gracia. Esas convicciones ponen en marcha a cada cristiano para propagar una civilización del amor basada en Cristo, y esa es la motivación del esfuerzo que, como arquidiócesis, tenemos que afrontar en el diálogo con el mundo de hoy, con la cultura, con la sociedad, con la ciencia.
Tenemos ante nosotros un reto muy importante que nos debe hacer reflexionar y llevarnos a una profunda renovación. En la evolución social que estamos viviendo, nos encontramos, como Iglesia, ante la disyuntiva de quedarnos recluidos en una especie de “gueto” cultural o abrirnos al mundo de hoy, a las necesidades de nuestros hermanos, a sus inquietudes. Podemos elegir entre cerrarnos en nosotros mismos o abrirnos al diálogo evangelizador. Pero el cristiano no puede ser alguien que solamente se conforme con conservar lo que tiene. En su corazón tiene que resonar con fuerza ese mandato final del Evangelio: vayan y hagan discípulos míos a todas las gentes, bautizándolos y enseñándoles a vivir todo lo que hemos recibido de Cristo .
Por eso, la Iglesia de Dios que peregrina en Guadalajara no puede cerrarse en sí misma y vivir en una arritmia cultural, ajena al desarrollo de la cultura y de la sociedad. No, nuestra Iglesia tiene que ejercitarse en el diálogo, siguiendo el ejemplo de Cristo. El diálogo es para la Iglesia, en palabras de Su Santidad el Papa PABLO VI, un modo de ejercitar la misión apostólica y un arte de comunicación espiritual .
Efectivamente, no se trata de establecer un diálogo cualquiera, una charla insustancial o un simple intercambio aséptico de opiniones, sino un diálogo orientado al compromiso conjunto por edificar un mundo mejor, más humano, más justo.
Para ello, este diálogo tiene que ser ante todo claro. El diálogo supone y exige la inteligibilidad; es un intercambio de pensamiento, una invitación al ejercicio de las facultades superiores del hombre; y esta exigencia inicial nos tiene que llevar a revisar todas las formas de nuestro lenguaje, para ver si es comprensible, si realmente llega a todos.
Nuestro diálogo siempre debe ser humilde y desde el amor. No es la falsa humildad del que siempre quiere caer bien a toda costa y por ello está dispuesto a ceder con tal de ganarse el beneplácito de los demás, aunque quede comprometida la verdad; sino la humildad a la que Cristo nos exhortó pidiéndonos aprender de Sí mismo: “Aprendan de Mí que soy manso y humilde de corazón” . Es la humildad del servicio; es el diálogo de quien quiere servir al bien y a la verdad con su aportación, y por eso dialoga, sin perder de vista que dialogar es caminar juntos en el respeto mutuo. La autoridad del diálogo es intrínseca por la verdad que expone, por la caridad que difunde, por el ejemplo que propone; por eso huye de la manipulación, del orgullo, de la situación de ventaja. Tenemos que dialogar desde el bien y la verdad objetivos, con el amor como camino y como vehículo de nuestras ideas, de nuestras convicciones.
Hay que afrontar este diálogo con confianza, una confianza doble: en el valor de la propia palabra, siempre y cuando esté guiada por la verdad, y en la disposición para acogerla por parte del interlocutor. El diálogo tiene que ser confiado para promover la familiaridad y la amistad entre todos los seres humanos, hijos del mismo Dios. Es un diálogo que entrelaza los espíritus en la adhesión a un Bien que se sitúa por encima de todo fin egoísta.
También, el diálogo que quiere afrontar nuestra Iglesia, debe contar con la prudencia que tiene muy en cuenta las condiciones sicológicas v morales del que oye ; y se esfuerza por conocer su sensibilidad, y por adaptarse razonablemente y modificar las formas de la propia presentación para no resultarle molesto o incomprensible . No se trata de imponernos en nombre de Dios, sino de convencer con nuestro testimonio y nuestro esfuerzo continuo por acercarnos realmente a los demás.
El diálogo de la Iglesia es un diálogo de convicciones y de motivaciones, para llegar a un compromiso común por el bien y la verdad, donde quiera que se presenten.
En este diálogo, los cristianos, en el contexto de nuestros conocimientos y experiencias, también tenemos que aprender de nuevo en qué consiste realmente nuestra esperanza, qué tenemos que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo que no podemos ofrecerle . Hay que renovar la conciencia de nuestra identidad como católicos: ¿qué somos?, ¿qué podemos aportar?, ¿qué recibimos de Dios?, ¿qué tenemos que purificar?
La Iglesia de Dios que peregrina en Guadalajara lleva muchos años de fecundo camino evangelizador basado en una oración profunda, confiada, de alabanza y petición humilde. Ahora nos toca una nueva etapa en ese peregrinar, y solo será fructífera si, desde ahora, ponemos a Jesucristo en el centro y la vivimos unidos a Él . Como nos dice la liturgia de la Palabra: Él es la puerta de las ovejas. Quien entra por Él, estará a salvo.
In nomine Christi, Amen.
1 comentario:
EMMO.SR. CARDENAL, FRANCISCO ROBLES ORTEGA. Le damos nuestras mas sinceras felicitaciones por haber sido elegido por Dios como Pastor de las almas , . Dios le dio ese Don de Humildad y sabiduría para poder gobernar a su Pueblo,. Somos su rebaño por lo tanto estamos en sus manos , y en sus oraciones ,.Que el Espíritu de Dios le ilumine el camino a seguir para guiarnos hacia el Padre .Son los deseos de la Familia Vázquez Gutiérrez , de Autlán , Jal. Dios lo Bendiga siempre.
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